14 de mayo de 2024

Opinión: El arte de la hipocresía

Columna de opinión “Nescimus quid loquitur”, por Jafet R. Cortés

Cuánta hipocresía recorriendo el mundo, descalza o con lustrados zapatos. Avanzando a pie, en automóvil, avión, o en tren; atravesando fronteras, propagándose en el aire; filtrándose en los resquicios más difíciles de acceder, donde la moral se vuelve doble y la ética se encuentran durmiendo la guardia.

Cuánta hipocresía desgastando la madera de la que estamos hechos, pervirtiendo la verdad con sus falsas expresiones; apuntando con armamento pesado desde las sombras, acometiendo sin piedad a la vista de todos, mientras el mundo calla.

Cuánta hipocresía corrompiendo la piel, transformando la voz al contacto, lanzando carcajadas que no son ciertas; cuánta hipocresía sumiéndonos en la más terrible ausencia de compasión, escondida entre un “buenos días” que es en realidad una oda al odio y los malos deseos.

Cuánta hipocresía tomando café por las mañanas, cerveza por las tardes y vino por las noches. Cuánta hipocresía deseándonos éxito, andando por los pasillos del trabajo; estrechándonos la mano al reconocernos caminando por la acera; cuánta hipocresía dándonos el paso o despidiéndose de nosotros al salir de casa.

Ser hipócrita debe de considerarse un arte en su entera y falaz expresión, tanto como pintar, tocar algún instrumento o escribir. Fingir que algo nos importa, sin que sea cierto; externar palabras insinceras buscando ocultar nuestras verdaderas intenciones; saber que hemos hecho daño y aun así plantar cara como si no hubiera pasado nada.

Entrar en papel, usar como escenario el mundo, fingir, fingir y seguir fingiendo, una tarea que toma tiempo perfeccionar, donde pocos se vuelven maestros; aficionados con talento nato, que con entrega pudieron llegar a ser grandes y casi perfectos hipócritas.

Ganar un premio o por lo menos ser nominado a la categoría de Mejor Hipócrita del año, claro que merece un reconocimiento al esfuerzo de levantarse todos los días y ponerse aquellas máscaras para decir y hacer lo que no piensan ni creen, ni sienten.

La hipocresía es una despiadada carnicera, que despedaza mientras niega haberlo hecho; que, pese a habernos lastimado, sigue pidiendo favores; que abusa de los más nobles de corazón, quienes no pueden reconocer la verdad, pese a que haya señales que muestren su oscura esencia.

Una máscara útil

Cerrar puertas, restringir accesos en la frontera; levantar murallas y acuartelarnos dentro; acometer contra cualquier indicio de hipocresía que exista en el entorno, se vuelve también un acto hipócrita si es que sólo rechazamos que otros lo hagan, permitiéndonos actuar de dicha forma.

Vivir contrariados entre lo que pensamos y lo que fingimos que pensamos, una disonancia emocional entre lo sincero y aquello que externamos con las máscaras que nos colocamos en el rostro, que cambian nuestra verdadera voz y simulan expresiones que realmente no tenemos, pero que se vuelve una manera de convivir en armonía, aunque sea simulada.

Por más que deseemos que la interacción sea sincera, en realidad, gran parte de las relaciones humanas se rigen por reglas no dichas de lo que tenemos que decir, el tono en el que nos tenemos que expresar, el protocolo que debemos seguir, los límites que no debemos por ninguna circunstancia transgredir; cualquier falta al respecto, provocará caos.

Cuántas discusiones habría si fuéramos tal y como somos, cuántas peleas llegarían o han llegado en nuestras vidas si vertimos nuestras humildes y sinceras opiniones.

Lo ideal sería que ser quienes somos no causara revuelo, pero, la verdad atropella toda posibilidad de hacerlo, si nuestro yo no coincide con lo establecido como normal; aquella cotidiana que traza la ruta entre lo que es el respeto a la opinión de los otros y la dominación de lo que realmente pensamos o queremos hacer.